Retoma el artista escénico Javier Velázquez Jiménez por cuarta ocasión la poesía literaria de Efraín Huerta, Julio Cortazar y Jaime Sabines, y la imaginación narrativa de Octavio Paz para crear la propuesta escénica que ahora tituló “Espejos invisibles o laberintos de amor y crimen”. Advierte el autor guanajuatense en el programa de mano que esta vez se trata de ‘Teatro intimísimo para muy pocos espectadores’. El anterior montaje que hizo con “Éste es tu amor”, “Toco tu boca”, “Yo no lo sé de cierto”, “Mi vida con la ola” y “Yo te beso” lo presentó en el Teatro de la Ciudad y el Patio Barraco, entre otros espacios para numerosos espectadores, con el título de “Erótica marina, o las huellas del picahielo” con un elenco de cinco actores, y un sexto muy, muy instantáneo a la manera de espontáneo.
En el papel estaban anunciadas tres novedades: el espacio, desconocido para el trabajo escénico, la actriz Jéssica Íñiguez, y el título del montaje. El principal motivo para el interés lo representaba ella. Inolvidable como la joven viuda, delicada, inerme y ferozmente enamorada en “El oso”, de A. Chejov con dirección de Leonardo Cabrera; y como la indomable, fogosa y sumisa “Señorita Julia”, de A. Strindberg, dirigida por Omar Alain Rodrigo. Esta vez sería seguramente la ola. ¿Qué ola sería… arrasadora?
Rústico, en la calle de Altamirano #9, en el Centro Histórico, a media cuadra del ‘Broadway’ queretano, o sea, la calle de 5 de mayo, es una antigua casa grande (quién sabe si continúe siendo inmueble habitacional) acondicionada con motivos y temática mexicanos que sugieren artesanías y artes plásticas, donde parece prestársele particular atención al trabajo en cerámica. La calle está insospechadamente muy bien iluminada, no inspira inseguridad. En un cuarto de cinco por tres metros, a ojo de generoso cubero, sucede el 99% de la representación. Ahí fuimos invitados a pasar después de presenciar el encuentro fortuito de un hombre y una mujer en la vía pública, hay un detenido contacto visual, sus silencios coinciden en una calidez impúdica, optan por no continuar caminos separados, vínculo luminoso y mortal. Influido por el montaje de “Erótica marina, o las huellas del picahielo”, el viernes 29 de enero advertí un intento por sugerir un contexto portuario con una fuente de irregular iluminación parpadeante, que podría empalmarse con la molicie del oleaje. De ser así, me parece que anteriormente esta sugerencia se construyó más irrefutablemente con sonido: el mar que golpea el muelle, un golpe que golpea al precedente, la sorda chimenea de una embarcación a vapor, un espaciado aleteo extraviado, todo esto casi empalmado con el ambiente saturado de silencio y humedad. El parpadeo mortecino lo vemos tras una gran ventana y la puerta, mientras permanece abierta. Una vez que entran él y ella dejará de estarlo. Ese cerrado cual conserje estuvo muy fuera del suceder escénico, alguien desde el pasillo, fuera de la atención del público la debió cerrar, si resultaba indispensable cerrar las dos hojas de la entrada, sugerir que el cerrado es obra de la casualidad, del transcurso de la penumbra. Hay un reconocimiento que hace recordar a los galleros antes de soltar en la arena a sus gladiadores. Ella rompe el silencio en el que estamos instalados atónitos y expectantes con una sonoridad contundente: ¡Amor! De ahí en adelante la palabra, el decir de él no parece emitido para tocarme. Pasa por Efraín Huerta, Julio Cortazar y Jaime Sabines para su íntimo solaz. No le creo que el amor lo conmueva, lo enerve como sí le creo a ella y me identifico con la exaltación que vive en el alfaizar de la ventana, como si fuera poco el cuerpo para tanta vida. Llega el momento de la ola y el texto lo salva todo, porque a él ya no le creo nada, o muy poco. El autor sucumbe y exalta el erotismo que ella, siendo ola, es capaz de desplegar con toda la enjundia y el arrebato femeninos de que es capaz. Él gasta su último aliento en ceder a la embestida de ella. Solo resta el aniquilamiento ante la imposibilidad de la coexistencia y la cohabitación, y del vuelo sublime el autor jala por el aterrizaje pedestre para que la exultación quede como complemento marisquero en una copa de coctel. El realismo mágico cuenta así también con una página del nobel de literatura 1990, verdaderamente deliciosa e infatigable.
Si la ola cobra vida palpitante en la corporeidad femenina, Javier Velázquez invertiría muy bien su tiempo asomándose a los programas presentados por el Colegio Nacional de Danza Contemporánea, por ejemplo una temporada de ‘Diálogo entre jóvenes’. Fasto predicamento inspiracional seguramente habría experimentado si hubiera conocido “¿Sin aliento?”, de Citlali Barona e “Introspección”, de Claudia Herrera. Con Laura Gómez o Danya Corona habría construido una ola superior a la mar, los océanos con pececillos y tiburones, como salida de “La llama doble”. Ojalá el maestro Velázquez considerara una versión de esta conjunción poética tomando el personaje de espectador. Felizmente esta creación no está terminada.
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